La Iniciación (II)
Texto por: Luciano
Quien ha emprendido esta vía oculta se transforma completamente, y aunque quizás continúe con su vida de siempre, su conciencia ha ingresado a otro plano. En su mirada resplandece la esencia divina. Sus actos están cargados de certeza, pues su voluntad está alineada con la voluntad cósmica. Vive en el mundo material y en el mundo inmaterial al mismo tiempo. No espera una recompensa después de la muerte, porque su mayor recompensa es estar vivo.
Ciertamente cada uno de nosotros es un canal a través del cual se expresa la divinidad que crea, mantiene y destruye el universo; y la mayor virtud de un ser humano reside en poder ser atravesado por este rayo divino. Este acto sagrado resulta invisible a los ojos profanos, por lo cual, el iniciado muchas veces pasa inadvertido. Pero aunque sea ignorado en las calles de Babilonia, siempre será bien recibido en la Nueva Jerusalén. Esta ciudad celestial y perfecta renace en su interior y su conciencia pasa a formar parte de una sociedad espiritual superlativa, conformada por miríadas de conciencias provenientes de innumerables planos dimensionales.
Esta experiencia íntima, cual invaluable tesoro, le es otorgada por el cosmos al ser humano en recompensa por su sacrificio. La fuerza universal comienza a latir en su corazón y sus pasos avanzan en un perpetuo presente. La vida continúa, pero el cielo ya no es el mismo cielo, ni los árboles son los mismos árboles. Todo está cargado de magia y misterio.
El iniciado por fin puede experimentar en sí mismo el auténtico impulso divino, donde nada está escindido, sino que todo es Dios, donde la materia es espíritu y el espíritu es materia, donde la presencia es ausencia y la ausencia es presencia, donde la vacuidad es totalidad y la totalidad es vacua, donde cada gota de conciencia vibra en armonía con el océano cósmico y cada ser lleva en su esencia el insondable sello del infinito.
Ciertamente cada uno de nosotros es un canal a través del cual se expresa la divinidad que crea, mantiene y destruye el universo; y la mayor virtud de un ser humano reside en poder ser atravesado por este rayo divino. Este acto sagrado resulta invisible a los ojos profanos, por lo cual, el iniciado muchas veces pasa inadvertido. Pero aunque sea ignorado en las calles de Babilonia, siempre será bien recibido en la Nueva Jerusalén. Esta ciudad celestial y perfecta renace en su interior y su conciencia pasa a formar parte de una sociedad espiritual superlativa, conformada por miríadas de conciencias provenientes de innumerables planos dimensionales.
Esta experiencia íntima, cual invaluable tesoro, le es otorgada por el cosmos al ser humano en recompensa por su sacrificio. La fuerza universal comienza a latir en su corazón y sus pasos avanzan en un perpetuo presente. La vida continúa, pero el cielo ya no es el mismo cielo, ni los árboles son los mismos árboles. Todo está cargado de magia y misterio.
El iniciado por fin puede experimentar en sí mismo el auténtico impulso divino, donde nada está escindido, sino que todo es Dios, donde la materia es espíritu y el espíritu es materia, donde la presencia es ausencia y la ausencia es presencia, donde la vacuidad es totalidad y la totalidad es vacua, donde cada gota de conciencia vibra en armonía con el océano cósmico y cada ser lleva en su esencia el insondable sello del infinito.
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